Me duermo con el ronroneo de mi gato, porque estoy sola. Me despierto sin un «buenos días» porque no hay nadie en el otro lado de la cama. El desayuno es simple: café solo y una tostada, aderezada con las noticias del día y sin conversación. Una ducha rápida y un último vistazo a la agenda del día. Llego tarde a trabajar y nadie me avisa, maldito reloj sin pila, por ti no pasa el tiempo. Trastabilleo por la escalera y me agarro como puedo para no caer, por suerte nadie me ha visto. El coche está frío y le cuesta arrancar, empatizo con él, yo tampoco puedo con los lunes.
Salgo a la carretera acompañada de las primeras gotas, hoy también amenaza tormenta en el tiempo atmosférico. La intensidad de la lluvia no tarda en mostrar su presencia, los limpia- parabrisas, a todas luces son insuficientes para ella. Consumo un podcast tras otro, sin apenas escuchar la voz de quien relata pasajes de la historia. Ruido, ruido de fondo para sentir algo de compañía, si bien artificial, compañía al fin y al cabo. Se atisba el término del camino y allí me espera mi destino, la oficina. Llego mojada y llena de formularios que presentar, también ellos necesitarían que alguien les ofreciese una toalla.
La mañana pasa sin más, tareas inapetentes que completar, informes soporíferos que redactar, correcciones interminables que revisar, compañeros de mesa que braman improperios cuando el resultado no es el esperado… El gentío avisa de que la hora de la comida acaba de dar comienzo. Abro mi bolsa térmica y me encuentro el menú de siempre: agonía con salsa agridulce y de postre mousse de naranja amarga.
Mi jornada laboral se extiende hasta el ocaso, la luz solar desaparece y yo sigo tecleando incesante. Alguien me dedica una sonrisa y palabras de aliento desde la mesa contigua, las agradezco amablemente y vuelvo a sumirme en el hipnótico automatismo de mis quehaceres. Pasadas las horas, la banda sonora de la oficina cambia de pista. El revuelo de papeles volando de vuelta a sus carpetas y sillas arañando el sueño para permitir abandonar sus mullidos cojines a las posaderas de mis compañeros, transmiten el fin de mis horas aquí.
Hago lo propio y amontono mis tareas pendientes en un lado de mi mesa. Apago la pantalla que me absorbe cada día y entro en el ascensor que me llevará de nuevo al frío asfalto. El coche me lleva hasta la puerta del local en el que libero mi energía física. Me ajusto los guantes y golpeo el saco lenta y pesadamente. Poco a poco los impactos se vuelven más virulentos, la rabia del día a día sale por mis puños. Dolorida y extenuada entro en el el vestuario, procuro no encontrar mi reflejo en el espejo, me visto y vuelvo a casa.
Al llegar la noche me tumbo en el sofá, estoy cansada de este día. Tan solo me acompaña una infusión humeante, un documental aleatorio de sectas religiosas y mi pequeño gato, enroscado dulcemente en mi regazo. La noche da paso a la madrugada, sigo en el mismo sitio, viendo los créditos y agradecimientos en pantalla y mis párpados cansados se resisten a cerrarse. Un instante después, tú haces girar la llave en el cerrojo y entras en casa, por fin.